jueves, 14 de agosto de 2008



Vomitar el mundo, expeler su sustancia irreal y viscosa, como el enfermo que se libera en una arcada. Y quedarse sin mundo, con la nada en la mano, o quizás una flor, que ya tampoco está en el mundo, sino en el cerco de cauta realidad que lo circunda. Y no buscar entonces otro mundo. Renunciar al infiel conglomerado bajo cualquiera de sus formas y enhebrar con la antiforma el hilo suelto y escondido del revés de todos los mundos. Y de allí sostenerse, de esa ejemplar delgadez, como el canto que se sostiene del vuelo, o el amor de una ausencia. Y empezar la ferviente antihistoria de crear antimundos.

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